Mirar las raíces de la inflación e indagar en su historia desde un punto de vista político y social es una deuda pendiente. La Argentina ostenta el nada envidiable privilegio de poseer las más elevadas tasas de inflación de los últimos 60 años, lo que implica un récord mundial: no hubo ninguna otra economía moderna sometida a una inflación tan alta durante tanto tiempo.
El fenómeno es demasiado importante como para ser ignorado o como para considerarlo un mero caso específico de situaciones ya conocidas. En ese sentido parece superficial encarar la cuestión como el simple mal manejo de una política en particular. La cuestión es estratégica. Los argentinos padecimos la existencia de esta espada de Damocles permanentemente amenazante y de remedios peores que la enfermedad, materializados en sucesivos planes de ajuste. La inflación, como cualquier otro fenómeno social, no es mala en sí misma. Sólo refleja un choque de voluntades, la puja por quedarse mediante la suba de precios con una porción mayor de la renta general de la sociedad. Ha funcionado como amenaza latente contra la democracia y el bienestar de los ciudadanos y sobre todo configura el nudo gordiano frente al cual nos topamos recurrentemente sin desatarlo ni cortarlo. No se trata de que no exista, sino de evaluar al servicio de qué proyecto de país, a qué grados de inclusión y a qué nivel del reparto de la riqueza ha existido. Al servicio de cuáles intereses estuvo la inflación en nuestra historia.
Durante el primer siglo de economía argentina, la inflación no constituyó un problema. Existieron, claro está, cuestiones referidas a cambios relativos de precios, pero debidos a múltiples causas, en su mayor parte contingentes: problemas estacionales, cuestiones relativas al comercio internacional, trabas ocasionadas por las guerras de independencia o, más tarde, las guerras civiles. Pero no era inflación, toda vez que no se trataba de un aumento general de precios.
Entre 1880 y 1930, con la enorme expansión productiva que significó el modelo agroexportador, es más que impresionante la persistente estabilidad que se observa a lo largo de todo el período; aun con niveles de demanda crecientes debido, entre otros factores, a la llegada de cientos de miles de inmigrantes y a un crecimiento económico entre los más altos del mundo.
La llegada del peronismo al poder en 1946 implicó la transformación de la pauta de distribución de la riqueza en la Argentina. En efecto, la participación de los salarios en el total del PBI pasó de un 45% a más del 56% al final del período. Esto significó un cambio en las reglas del juego que se venían llevando a cabo; nunca un país había experimentado reformas laborales tan amplias en el breve lapso de dos años.
Pero las implicancias a futuro iban a estar regidas por otro hecho: la sindicalización de los trabajadores pasó a tener uno de los niveles más altos del mundo, decididamente muy por encima de la escala latinoamericana.
El año 1948 divide las aguas en la historia económica argentina. Durante el cuarto de siglo siguiente la economía quedó atrapada en un persistente proceso de marchas y contramarchas. La expansión de la capacidad de compra de los trabajadores no fue acompañada por un crecimiento industrial acorde.
El famoso cuello de botella consistió en que, ante la falta de expansión y con una demanda tan alta, los precios comenzaron a subir y ya no dejarían de hacerlo. La solución que se pensó fue el ajuste. Moderar los salarios, bajar la demanda, enfriar la economía. El propio Juan Domingo Perón comenzó ese camino en su segundo mandato.
Pero, así como los empresarios formadores de precios querían recuperar sus niveles de ganancias, los trabajadores resistían por la acción sindical la baja de sueldos que se operaba vía inflación. El golpe de Estado de 1955 es en gran medida la apuesta para reacomodar la masa salarial a los niveles previos al peronismo. Se crea entonces una situación que se ha dado en llamar “empate”, es decir momentos de suba salarial por un lado y momentos de inflación como rebote.
Sin embargo, durante todo este período y hasta 1975, la inflación sólo tuvo un pico de más del 100% anual en 1959 y los salarios se mantuvieron en un nivel relativamente alto. Al precio, claro está, de una conflictividad social permanente y una enorme inestabilidad política.
El año 1975 implica un cambio profundo, el fin del llamado “empate”.
Efectivamente, el 4 de junio el entonces ministro de Economía, Celestino Rodrigo, dispuso un brutal ajuste que duplicó los precios y provocó una crisis terminal en el gobierno de Isabel Perón.
El “Rodrigazo” fue el ariete impulsor de un cambio cualitativo en el ritmo de evolución de los precios locales; a partir de ese paquete de decisiones, la inflación saltó bruscamente y sin solución de continuidad del 60% anual de los meses anteriores hasta un pico de 800% a comienzos de 1976. El golpe militar de marzo de ese año consolidó un nuevo patrón de acumulación.
El equipo económico encabezado por José Alfredo Martínez de Hoz decidió convalidar los aumentos y liberalizar todos los precios. El resultado fue una contracción intensa y súbita de los salarios reales y la consolidación de un período recesivo. Pero lo que realmente rompió la regla anterior es que no se buscó una política de estabilización, sino que se mantuvo un nivel inflacionario muy alto por tres largos años.
Sería muy ingenuo creer que se debió a un fracaso; más bien resulta altamente plausible que se la utilizara como un arma para remodelar en forma profunda los patrones de distribución del ingreso en la Argentina, mientras toda posible resistencia era acallada con otras armas nada metafóricas.
Las dos grandes caídas de la participación de los asalariados en el PBI ocurrieron durante los años en que se produjeron los grandes incrementos relativos de precios: en 1959, como producto del primer shock de precios, su incidencia en el PBI se redujo de un 41 a un 35 por ciento; mientras que en 1976, cuando se produjo la segunda gran aceleración inflacionaria, la caída fue aún mayor: su participación se redujo de un 49 al 32 por ciento del PBI. Por el contrario, toda desaceleración del ritmo inflacionario se ha correspondido con un incremento en la participación asalariada. Pero los ritmos son muy distintos. El recupero es gradual; una recuperación de 12,4 puntos se logró durante los 14 años que van de 1962 a 1975 mientras que la pérdida de 17 puntos se gestó en los primeros 5 meses de 1976.
En junio de 1983, el octavo aniversario del “Rodrigazo”, exhibió niveles de precios 10 mil veces más elevados que los correspondientes a 1975. Durante todos esos años, el país soportó una inflación que estuvo sistemáticamente en el orden de los tres dígitos, oscilando entre el 100 y el 800 por ciento anual. El gobierno democrático que estaba por llegar soportaría en 1989 el desencadenamiento de otro shock hiperinflacionario que lo precipitó a entregar el poder seis meses antes de la finalización de su mandato. El gobierno siguiente soporto una presión inflacionaria severa hasta que en 1991 optó por el Plan de Convertibilidad.
Como queda expuesto, no tiene sentido que el fenómeno inflacionario tienda a ser observado con parámetros similares a los de una catástrofe natural. De esta forma, la inflación queda despojada de su carácter profundamente político, se invisibiliza por medio de palabras fetichistas, como “suben los precios”, el sin embargo obvio hecho de que a los precios alguien los sube. La inflación en definitiva es el emergente de una disputa social; es una forma específica que adquiere la puja por la distribución de la riqueza y el atolladero en el que se pretende atrapar todo atisbo de cambio.
*Profesor de Historia.
Universidad de Buenos Aires.
Fuente: Crítica de Argentina
Nota de MIRADA COOPERATIVA:
Nos parece que el tema de la inflación, que hoy por hoy es uno de los temores sociales de casi todos los argentinos, merece que sea analizado desde distintas ópticas y con distintas aproximaciones. Encontramos esta muy interesante, ya que proviene de un historiador y no de un economista.
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